6.2 Formas de masculinidad no hegemónicas
Se puede constatar cómo, a lo largo del tiempo, han existido hombres que no encarnaron la ideología patriarcal y que no dudaron al defender los derechos y la importancia de las mujeres en la sociedad. Algunos de estos hombres fueron eruditos y escribieron tratados en defensa, por ejemplo, de la educación de las mujeres, haciendo a menudo un reconocimiento de autoridad femenina. Luisa Muraro se refiere a este grupo de hombres con la expresión "amici delle donne".
Uno de estos hombres fue el jurista y médico Agrippa von Nettesheim (1486 - 1535), que constituye una de las excepciones entre los círculos de los humanistas. En su obra Declamatio de nobilitate te praecellentia foeminei sexus, utiliza la etimología, la argumentación "en nomine", según la cual el nombre mantiene un vínculo no arbitrario con la cosa nombrada, para fundamentar su discurso. Así, se remite a la forma hebraica original del nombre Eva, con el fin de demostrar que ella era de un mayor valor que Adam, porque se parecía más a Dios. Su ejemplo sería seguido por la también escritora humanista Lucrecia Marinelli.
Un siglo más tarde, el racionalista protestante François Poulain de la Barre (1647 - 1723) continuó el camino de la defensa de las mujeres con obras como De l'egalité des deux sexes o De l'education des dames. Basándose en la epistemología cartesiana, defiende la igualdad básica de los dos sexos y argumenta, igualmente, que sólo la ignorancia y los intereses masculinos pueden sostener la idea de la desigualdad, ya que todas las desigualdades existentes entre hombres y mujeres no son producto de la naturaleza sino de la costumbre impuesta por la diferencia de educación. Propone, en consecuencia, el acceso de las mujeres al estudio de todas las ramas del saber, lo cual les permitiría asumir cualquier responsabilidad, sin excluir las actividades diplomáticas, las religiosas ni las militares. Poulain de La Barre está situado entre Descartes y Rousseau: él aplicó el método cartesiano a la crítica de la sociedad y de las costumbres. Rousseau, posteriormente, trivializará su discurso, aunque sin citarlo expresamente. Su línea de pensamiento quedará, pues, históricamente silenciada. Será el pensamiento del mismo Rousseau el que se convertirá en paradigmático y preponderante durante y a partir de la Revolución francesa.
Por su parte, Condorcet (1743-1794), el único de los grandes filósofos ilustrados que llegó a ver la revolución de 1789, exalta en su obra la tarea hecha por la Ilustración y afirma su fe en la perfectibilidad humana, una de las condiciones de la cual es la abolición de los prejuicios sobre los sexos. Su defensa de los derechos de las mujeres utiliza una argumentación parecida a la que desarrollaría Stuart Mill un siglo después. En coherencia con su confianza en la educación, la reclama para todo el mundo sin diferenciaciones. Pero ni su proyecto de ciudadanía para las mujeres ni sus planes de educación igualitaria encontrarían resonancia en un ambiente progresivamente más hostil a las reivindicaciones femeninas.