(…) Las mujeres, en tanto que tales, carecen de nombre. Se les impone el del padre y, a lo sumo, como en España, en segundo lugar el del padre de la madre (* en este sentido hay que hacer constar la aprobación el año 1999 de una proposición de ley que permite a padre y madre acordar el orden de los apellidos de sus hijos e hijas). El padre no sólo goza de un apellido que va en lugar preferente sino que está legitimado para dejarlo en herencia a sus descendientes; así que constituye genealogía y a la par historia. Las mujeres quedan fuera de una y de otra, están excluidas.
El nombre, constituido en Nombre del Padre, pasa de lo real a lo simbólico. Los ejemplos son múltiples y los tenemos a nuestro alcance de continuo. Nuestra herencia cultural judeocristiana nos loa trasmite en las oraciones (“Padrenuestro”), en las bendiciones (en el nombre del Padre), en las necrológicas (“… ha vuelto a la casa del Padre”). Por supuesto que la representación simbólica de Dios no sólo es masculina, sino de padre. Tenemos, asimismo, los padres de descubrimientos científicos, los padres fundadores de un estado, los padres de la patria, los padres de la Constitución, padres de la filosofía, padres de la Iglesia, etc., así como la paternidad de obras literarias, de arte, de descubrimientos científicos, de proyectos, y así sucesivamente.
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